ACTO PENITENCIAL
ACTO PENITENCIAL
Yo confieso ante Dios Todo poderoso, ante la bienaventurada siempre Virgen María, ante el bienaventurado San Miguel Arcángel, ante el bienaventurado San Juan Bautista, a los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo, a todos los Santos y a vos Padre, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Por eso ruego a la bienaventurada siempre Virgen María, al bienaventurado San Miguel Arcángel, al bienaventurado San Juan Bautista, a los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo, a todos los Santos y a vos Padre que roguéis por mi ante Dios Nuestro Señor.
¡Qué tal! ... He aquí la fórmula vital para no perder el Cielo. La gran mayoría de los que nos reconocemos católicos la usamos muy seguido para recobrar la Gracia perdida por nuestras debilidades. Éstas, a pesar de la Gracia recibidas por los sacramentos que nos rodea e impregna en el diario vivir, siempre las padecemos pues estamos bordeados de sugerencias y tentaciones que nos es difícil vencer. A diario y a todas horas estamos tropezando y, a veces, con la misma piedra.
Cuando no es el demonio, que nos tienta en los pensamientos, es la mirada la que nos traiciona y, por lo general, es el consentimiento voluntario por lo prohibido lo que nos hace caer. Qué difícil es vivir sin pecar ... la ambición está pronta a la envidia, la soberbia, pronta a rebajar a los demás ... y la carne ... ¡ay la carne!... que la mayoría de las veces es sólo un deseo mental, pero arraigado en lo contumaz.
Por eso, nos declaramos pecadores de pensamiento, ahí salta la liebre de la culpa; luego, la palabra se hace presente para apuñalar al prójimo en su dignidad y ya, con pleno conocimiento ponemos manos a la obra para aterrizar el pecado en la pista de la ejecución, además de no importarnos el daño colateral que resulte de nuestra omisión. Imagínense el doble daño que resulta de nuestros pecados contra Dios y el prójimo: siempre el pecado se ceba en los demás. Pero cuando es Dios el ofendido, sólo Dios puede redimirnos ... por eso la salvación vino del Cordero Inmaculado ... y quedó la pena perdonada ... ¡Qué maravilla, que fenómeno de amor de Dios por sus creaturas! ... Nos crea, nos redime, nos hace hijos suyos y, de pilón, nos da la Bienaventuranza eterna. Nuestro "mérito" sólo es el pecado que justifica la Redención.
Pero para que todo este pretexto de amor se haga realidad, el hombre tiene que hacer un pequeño acto penitencial, para someter su orgullo y la soberbia que emana del corazón ... En silencio y en la intimidad con Nuestro Señor, Él escucha nuestro Mea Culpa y con un amor de Padre nos vuelve a invitar a la Mansión Celestial.