PASCUA: CONVERSIÓN ¡Y ALEGRÍA!
PASCUA: CONVERSIÓN ¡Y ALEGRÍA!
Así como los cristianos vivimos más de 40 días, un tiempo de oración, ayuno y penitencia, en aras de un sincero arrepentimiento, ahora, la Pascua nos ofrece otro tanto de tiempo para gozar de la gloriosa Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, sucedida hace casi 2000 años, y renovada en cada uno de nosotros, apenas hace unos días.
Acabada la Santa Misa de la Vigilia de Pascua, los creyentes nos apresuramos a abrazarnos, deseándole a nuestros seres queridos "¡Felices Pascuas!", porque, en realidad, compartimos el gozo de Cristo al resucitar, al vencer al pecado y a la muerte. Porque, precisamente, eso significa "Pascua", el paso de un estadio a otro (evocando el milagroso paso de los hebreos por el Mar Rojo), es decir, el paso de la vida de pecado (mortal y venial), o de tibieza espiritual, a la vida de Gracia, de misericordia, de esperanza en alcanzar el Cielo, ya abierto; simplemente, a la vida de amor sobrenatural.
Pascua: alegría espiritual
¿Cómo no va a ser la Pascual un tiempo de alegría, si el mismo Redentor dijo que hay más alegría en el Cielo por un pecador que se arrepiente que por un justo que se salva? Si tú, en la pasada Cuaresma y Semana Santa, ya te decidiste a morir al pecado y a dejar todas las ocasiones que te conducen a él, ten la seguridad que le has robado a Jesús, de su divino Rostro, una bella sonrisa, al saber que una gota de Su Preciosísima Sangre derramada en su tormentosa Pasión ha penetrado en tu alma para sellar una eterna amistad entre Él y tú. Esa nueva o renovada amistad, es un gran motivo de alegría porque ese lazo cordial entre dos almas no sólo es sano, benéfico, sincero, amable, limpio, etc., pero, sobre todo, salvífico. Esa fragante amistad preludia cálidos destellos de caridad que habrán de inflamarse en Pentecostés con el suave pero ardiente influjo del Espíritu Santo. ¿Podrá haber algo que emane más alegría que un corazón enamorado del Amor divino?...
Pascua: conversión eficaz
La conversión a la que nos invita la Iglesia no se debe a una retórica eclesiástica. Se debe al llamado imperioso, pero suave, que nos hizo el Divino Maestro en sus tres años de predicación cuando, de la manera más sencilla a través de las Parábolas, nos insistía en que buscáramos el bien, el amor y el perdón para ganar el Reino de los Cielos. No se cansó al insistirnos en que dejáramos las apariencias par fijarnos en el interior; que nos olvidáramos de lo que caducaba y atendiéramos lo inmortal; que dejáramos la hipocresía y cultiváramos la limpieza del corazón; que nos humilláramos para ser ensalzados; que desnudáramos el alma de los apegos temporales para buscar la bienaventuranza eterna. En una palabra, que amáramos primero a Dios, y después al prójimo como a nosotros mismos, e incluso a nuestros enemigos.
La dolorosa Pasión y Muerte de N.S. Jesucristo que recordábamos el pasado Viernes Santo con profundo dolor, no habría tenido caso, hablando relativamente, si nosotros no nos convertimos decididamente a Cristo y le damos la espalda al mundo, al demonio y a la carne. Bien sabemos que la Redención que Cristo nos alcanzó -sin ser Él deudor, sino sólo nosotros-, en sí misma es absoluta y superabundante. Pero si esta carísima medicina de la Redención, no la aplicamos a cada uno de nosotros, por desgracia ha sido en vano para nosotros porque, como decía San Agustín: Dios, que te creó a ti sin ti, no podrá salvarte a ti, sin ti.
Pascua: Gracia permanente
Si la Resurrección de Cristo la celebramos felizmente uniéndonos entrañablemente con Él a través de la Sagrada Eucaristía, entonces, esforcémonos por vivir con, en, por y para Cristo. Sólo a través de la Confesión y Comunión permanente, se puede vivir en Gracia permanentemente… ¡Y sólo así se alcanza la resurrección!...
¡FELICES PASCUAS!